"Septiembre y el dragón de Komodo"
El verano se agolpaba en las fechas del calendario de sobremesa que tenía en su despacho. Septiembre de tacón de aguja salía al reencuentro del verbo cotidiano y la frustración diaria era vestido corriente en los rostros del metro.
Septiembre cercioraba la real forma del estado vital en los uniformes y en los planes de estudio condensados en libros de texto de euros disparados. Kilos de páginas para quemar un año. Los adolescentes u niños quedan desorientados al cruzar el puente que lleva de agosto al comienzo escolar.
Las cuentas eran sentidas expresiones de anhelos sin recompensa. La libertad era bocado anhelado en boca de infant terrible y sus sueños de seductor. Hay quien sigue vomitando la esperanza compulsiva del juego para conseguir la gran evasión. Pero el derroche de sus pesos es condena de letrina y su inmóvil estado de necesidad.
Este año, Septiembre, caía con la desmesura del calor ignorado en la estival campaña. Plomizo como el que rebusca en las líneas de una novela negra la tensión de la secuencia.
Respirar era un lujo y los lujos no le eran permitido. Cincuenta años a remolque de las satisfacciones de su esposa y los caprichos ridículos de sus hijos. Reprimido en la labor constante de los años, ni siquiera un desliz fue consensuado para su disfrute porque su suerte era pagana, y los dioses nunca quisieron saber nada. Andrés se llamaba y el chascarrillo le iba al hilo de su persona: "por el interés te quiero Andrés". Con el sambenito quedó y el dicho era lema constante en el barrio donde habitaba.
Siempre soñó con un velero llamado Libertad como la canción del cantautor conquense José luis Perales. Su risa destemplada reflejaba la pulsión del valor derrotado. Los ojos eran paisaje triste de viento y temporal. La versión del antihéroe impregnaba de un matiz suficiente su estampa. Los años caían destemplados y su estepa cada vez más reseca. Los silencios eran cada vez más profundos como alberca misteriosa en aguas negras. Su mente se sumergía cada vez dentro de la alberca que humedecían su mente. La vida era recuerdo y los suspiros, bien podían ser de España entera, marcaban los minutos de sus días.
Era un laberinto sin escapatoria, los dragones de Komodo eran su único aliciente. Vetustos animales que su solitaria y enigmática fiereza era consuelo del maduro Andrés. Envidiaba la fortaleza e independencia de los dragones como el impulso y la velocidad de los mismos. Todas las mañanas acudía al Parque a verlos. Era ya, su única salida. La certera solución para escapar de su postrero verano y su incipiente otoño. No quería pensar en el invierno.
Los rotativos y los medios expandieron la noticia. Los programas de sangre rosa y mirada indiscreta escarbaron entre las últimas consecuencias de sus apellidos. Andrés había sido devorado por los dragones de komodo supuestamente, en uno de los pocos descuidos de los vigilantes del parque zoológico. Sus ropas, pertenencias y documentación habían sido encontradas, hechas añicos y con sangre en derredor. Huesos y amasijos de carne comprendían el escenario brutal.
Escapó con la violencia y la pasión que anhelo en su vida. Se deshizo de las formas para vivir en un mundo inventado. Libre de ataduras. Sin testigos ni acusadores. Sin caraduras ni gente aprovechada. Los dragones de Komodo su salvación y como ellos fue un varano solitario que gustaba zambullirse en el agua. Correr de vez en cuando, cambiando el ritmo a los pocos metros. Y como ellos las Islas Timor eran su refugio como el póster enmarcado que tenía en la habitación que hacia las veces de trastero.
Andrés el de Komodo, como le conocieron en el barrio.
Sobrecogedor relato con el que comenzar septiembre pensando.
ResponderEliminar¡Enhorabuena!